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Hace unos años, regalé un recuerdo a un buen amigo.
Basándose en él, compuso una sugerente historia de encuentro y sincronía. Si no
me falla la memoria, además de escaso de tiempo, andaba comprometido en unos de
esos talleres de escritura, en los que se trabajan relatos, que han de incluir inexcusablemente, unas determinadas palabras. Como le sé lector habitual
de este espacio, espero que no le importe que lo recupere ahora para mí.
Viene esto a colación, porque unos días atrás, leyendo
en un blog afín, probablemente porque el texto transcurría en la misma ciudad y
unas cosas llevan a las otras… ese mismo recuerdo regresó a mi memoria con nitidez. En el mío, no hay acercamiento romántico, pero sí sincronía y es además auténtico.
También, porque hay momentos o sucedidos, sencillos
por demás, como este, que ya en presente se viven como inolvidables por una conjunción de factores que nos inclinan a una especial disposición del ánimo y que
luego el transcurso del tiempo termina por confirmar y reconvertir en auténticas epifanías.
Tiempo atrás, sin importar demasiado los motivos de porque era
así, la que suscribe, siempre en invierno, viajaba con cierta frecuencia a
París. Al punto de que podría decirse, que aún hoy, me resultaría difícil ‘perderme’ en
esa enorme urbe. Pronto descubrí, que me resultaba mucho más agradable, después de
finalizadas mis obligaciones o devociones, alojarme en cualquiera de los pequeños y encantadores hotelitos de la orilla izquierda de La Seine, tan o más confortables, que en las impersonales
e idénticas, sin importar el país en que te halles, habitaciones de las grandes
cadenas. Además de ser mucho más económico.
En una de esas ocasiones, un tanto cansada de ver las mismas caras
de ese viaje, con la excusa de ir en busca de prensa española, me disculpé ante mis acompañantes y
decidí salir en busca del silencio y la soledad de a quien le cuesta lo suyo ponerse
en marcha por las mañanas, y por ello, todo le molesta. La intención, era desayunar sola en alguno de
los cafés cercanos, huyendo así del rumor de la prevista e insulsa charla de
comedor. Otra de las ventajas de estar en pleno centro. Esta vez muy cerca de
La Sorbonne, una zona muy frecuentada por gente joven, sobre todo estudiantes.
En la calle, me esperaba el típico día desapacible del Enero parisino. Un intenso frío, acompañado de un considerable manto blanco que lo cubría todo. Y a tenor de lo que seguía cayendo, en aumento. Pero eso, lejos de disuadirme, me animó. Parece como si la nieve, para quien no la padece a menudo, tuviese un cierto poder terapéutico. Mientras elegía itinerario, disfrutando al comprobar como mis
pisadas eran las únicas de esa acera, una inexplicable alegría de niñez, me invadía. Resolví entonces,
seguir caminando un poco sin rumbo, intentando alargar el momento… hasta que de
forma inesperada, al doblar una esquina, una música no muy lejana llegó a mis oídos
marcándome la dirección a tomar.
Siguiendo ese rastro sonoro, pronto me encontré en una semi
plaza, que a día de hoy, me resultaría imposible mentar por su nombre, pero que
recuerdo muy cerca ya, de los Jardines de Luxemburgo. Y ahí, la maravilla.
Tres jóvenes, uno al chelo, las otras dos al violín, en mi
recuerdo bellísimos!, como esos angelotes de las postales de navidad de Ferrándiz,
ejecutaban la Serenata Nocturna de Mozart, bajo los copos de nieve, como si tal
cosa. Eran y quizás lo fueron… como una aparición benévola… Totalmente
extasiada, me uní a un exiguo corro de espectadores, a los que el tiempo, igual que a mí, se les
detuvo durante un incierto lapso, imposible de calcular.
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